En la Gran Guerra aparecen o se generalizan armas nuevas o recientes de contundencia definitiva –la “reina de la infantería”, la ametralladora, los cañones de tiro rápido, los morteros, el fusil ametrallador, la metralleta y otras muchas, como el submarino y el torpedo, el avión, el gas–. Pero junto a estos “avances de la ciencia”, reaparecen armas que se creían, y estaban, ya apartadas, obsoletas, de eficacia aparentemente superada: mientras el sable desaparece en los asaltos casi en los primeros días de la guerra, armas de otros siglos reaparecen, como el casco, que se generaliza a partir de 1916, junto al cuchillo o puñal de trinchera, las armaduras completas o parciales, que cubrían la cabeza, el rostro, el pecho, el vientre y los muslos. Y la maza.
Esta última es un arma que se usaba ya varios milenios antes de nuestra era, y era utilizada en todos los continentes, como arma contundente y sencilla de manejar. Los europeos no la utilizaban desde el siglo XVII, pero vieron como sí lo hacen numerosos ejércitos africanos, asiáticos, oceánicos y americanos en las guerras coloniales. En la Gran Guerra se recupera. En los asaltos a las trincheras y en los cuerpo a cuerpo los soldados solían utilizar las bayonetas fijadas en los fusiles, o blandiéndolas solas; muchos soldados, por iniciativa propia, utilizaban medios de fortuna, barras de hierro, las pequeñas palas de trinchera, punzones, etc. Pero ahora se redescubre la maza como otra arma de asalto, con la finalidad concreta de rematar a los heridos y a los gaseados aún vivos. La maza la usarán los ejércitos austrohúngaro y alemán, el francés y el británico, pero no el turco ni el italiano; estos preferirán seguir utilizando el puñal de trinchera, la bayoneta o la pala o, en algunos casos, fabricarán mazas artesanalmente o utilizarán las del enemigo.
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